COMPLICIDAD DEL SILENCIO
Por Matilda Mulla

¿Cómo ha podido el hombre volverse tan indiferente?
Cada día, cada hora, cada latido de segundo nos llega el eco de otra herida: el ataque siguiente, la matanza siguiente.
Un concierto de ruidos despiadados, de gritos desgarradores, de sirenas incesantes; el llanto ahogado de madres incapaces de alimentar a sus hijos, el grito atragantado de padres que, humillados, lloran como niños perdidos porque ya no pueden defender a quienes aman. Y luego los sollozos de los pequeños, almas que aún no distinguen el bien del mal, que desconocen el peso de la palabra culpa, que aún no han pronunciado su primera sílaba. Sin embargo, en lugar de palabras como amor, paz, alma, ángel, solo conocen el rugido del miedo, el estruendo de las armas, y son tildados de criminales simplemente por haber nacido aquí, ahora.
Y mientras frente a nosotros se consuma este teatro de horror, mientras las noticias se acumulan sin respiro, más allá de las orillas del Mediterráneo, el mundo permanece en silencio.
Es el mismo mar que nos baña, el mismo horizonte que nos une a nuestra querida Europa. Pero por un lado hay quien contempla el azul que consuela, el agua límpida que reconforta; por otro, Gaza, que en lugar del agua para beber conoce solo la sangre de sus hijos que fluye entre las piedras y se mezcla con el polvo.
Todos lo ven. Y sin embargo... no nos toca a nosotros, ni a nuestras familias, ni a nuestra fe...
Y así nace esta lógica miserable, ignorante, pero sobre todo cruel: la lógica de quienes no se atreven a actuar. Porque el silencio no es neutralidad, es complicidad. No gritar, no llorar, no defender la vida: es un crimen contra la vida misma, contra la justicia, contra toda ley divina que ha existido desde la creación del mundo.
Mis lágrimas caen como tinta mientras escribo, y me duele el corazón al pensar en nuestros hermanos y hermanas de Gaza. Pero también lloro por los demás, por los desdichados que, dispersos por el mundo, continúan su existencia, convencidos de que nada de esto les concierne.
Lo sé: es pecado, es debilidad. Pero a veces desearía que toda esa humanidad indiferente se viera obligada a experimentar al menos una pizca de este dolor, solo una leve herida, suficiente para romper el caparazón de su conciencia dormida.
E inmediatamente después me pregunto: ¿por qué sorprenderse?
Ni siquiera nos detenemos delante de un pobre en el camino; no lo tocamos, temiendo que su miseria ensucie nuestras vestiduras inmaculadas. E incluso ese pan que ofrecemos lo tiramos desde lejos, como a un perro, para no dejarlo acercarse.
No todos, claro.
Pero en un planeta de ocho mil millones de almas, diez millones que reaccionan son apenas un susurro en el desierto.
Y, sin embargo, invocamos a Dios a cada hora, por cada cosa trivial, por cada deseo personal vacío.
Pero este Dios al que invocan con tanta fuerza, ¿no temen que un día les pida cuentas, uno por uno?
• ¿Qué has hecho?
• ¿Por qué apartaste la mirada?
• ¿Por qué guardaste silencio?
• ¿Por qué no confiaron en mí?
Por qué, por qué, por qué...
Y ese día, ¿dónde esconderán sus rostros?
No habrá lugar donde refugiarse, porque incluso en el abismo más oscuro se encontrarán ante el reflejo distorcionado de su crueldad, con todos sus colores reales. Y los golpeará la vergüenza, el dolor, el arrepentimiento. Pero entonces... será demasiado tarde.
Así que me pregunto: ¿cómo podemos no entender?
Matilda Mulla
19 de septiembre de 2025
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