A quienes son pioneros de una nueva visión de la vida y del mundo le recae el amargo destino de convertirse a menudo en blanco de quienes rechazan dones de amor y visiones extraordinarias que proyectan al hombre hacia alturas inexploradas.
Esta dinámica se ha repetido siempre a lo largo de la historia de la humanidad. Quien sacude los cimientos del hombre, devolviéndolo a su verdadera naturaleza, se pone al servicio del mundo y tiene la audacia de trazar nuevas trayectorias y paradigmas basados en el conocimiento universal que guían la armonía del cosmos. Estos precursores del nuevo mundo para la mayoría son hostigados, vilipendiados, acusados e incluso bárbaramente asesinados, como le sucedió a Cristo, que también explicó y encarnó la Ley dada al hombre en cada instante de su existencia terrena.
También hoy la historia se repite... Muchos se acercan a la escuela iniciática, que en el apóstol Juan se ha sustanciado, para compensar sus faltas, para buscar un amor que no encuentran en otro lugar, para tomar y alimentar su ego, para huir de una realidad que le es hostil esperando en la presencia de santos y prodigios. Y así, después de poco o de años, se decepcionan y comienzan a escupir veneno sobre quien durante mucho tiempo ha tratado de despertar en ellos los valores de ese camino evolutivo que lleva al Uno, explicando la verdadera naturaleza del hombre. Una naturaleza sin duda corruptible y afectada por la carga de la carne, pero también divina en su esencia y deseosa de beber al Soplo Sublime que compenetra todas las cosas manifestadas y no manifestadas.
Con el tiempo, las intenciones de aquellos que se acercan para servirse a sí mismos y no a los valores que se nos invita a realizar, se manifiestan y las causas creadas se vuelven efectos inevitables capaces de manifestar las verdaderas intenciones del individuo y sus pensamientos, a menudo guardados en secreto.
En las laderas del monte Sona, donde Eugenio Siragusa tuvo su primer encuentro con los Señores de las Estrellas, Giorgio Bongiovanni nos explicó cómo y por qué sucede este proceso, ofreciéndonos una clave iniciática para hacernos tomar conciencia de la relación que debería existir entre nosotros, los mensajeros de Dios y la gran Verdad que del Cielo llega a la tierra.
A menudo se olvida que, incluso antes que un mensaje y que una acción, el camino espiritual es un camino de iniciación, que, si se practica, es capaz de transformarnos en hombres y mujeres nuevos, así como en la antigua alquimia se transformaba el plomo en oro.
El misterio de la iniciación se nos revela paso a paso solo si lo buscamos y si estamos lo suficientemente preparados para tomarlo a través del estudio, la realización del Conocimiento y la práctica de las enseñanzas que se llevan a cabo a través de las acciones y las obras realizadas.
Pensamiento y acción, idea y la puesta en práctica, es aquello que vincula el conocimiento que viene de las antiguas enseñanzas solares para la reforma social y para las acciones realizadas en la realidad. Es por eso que cada evento que vivimos o palabra que escuchamos debe ser filtrada a la luz de las leyes y enseñanzas de la ciencia del espíritu que se han dado durante más de dos mil años. Enseñanzas vivas, conocimientos capaces de transformar la vida del hombre y de la humanidad de la tierra, valores que por su naturaleza representan los pilares de la vida que es necesario adquirir para honrar el sacrificio de la ley que se hizo carne y sangre en Cristo.
Es por ello que el camino estrecho de la iniciación, ofrenda de redención y transformación hacia el homo novus, implica el abandonarse a sí mismo, el propio ego y los oropeles de la materia para reencontrar finalmente nuestra verdadera naturaleza que es el espíritu y realizar así nuestra eternidad.
Quien encuentra la gran Verdad, que nosotros reconocemos en Cristo, en los signos de los estigmas y en el encuentro del hombre con las deidades solares, que desde Eugenio Siragusa continúa hasta hoy en la Obra de Giorgio Bongiovanni, debe nutrir por la Verdad al mayor de los amores; debe poder desear fundirse en ella hasta convertirse en una sola cosa; debe amar esta existencia perecedera como posibilidad que la Inteligencia Eterna Omnicreante nos ha concedido para experimentar y realizar las enseñanzas que ha dado y está impartiendo. En esencia, quien reconoce y ama esta Verdad debe comprender que esta última no puede ser nunca un mero placer, pasatiempo o curiosidad, sino que debe convertirse en vida, realidad y acción que hay que poner siempre antes que nosotros mismos.
Este proceso requiere devoción total a la Verdad porque en ella nos hemos reconocido y en ella deseamos habitar. Es de esta Verdad que se hacen portadores hombres extraordinarios que para nosotros son maestros de vida y de enseñanza. Hombres que son dominados por el poder de la Verdad eterna que los compenetra; hombres que no deben ser adulados sino servidos, no deben ser cortejados ni exaltados, sino apoyados y nunca traicionados, y que, sobre todo, hay que entenderlos porque en ellos se sustenta el máximo grado de sacrificio que esta dimensión puede concebir. En efecto, estos hombres, mensajeros de Dios, han elegido, por amor al Dios Vivo, hacerse portadores de verdades que trastornan el mundo, el hombre y su vida y, al mismo tiempo, lo liberan de las cadenas de la existencia material. Cumpliendo con el arduo acto de contar lo eterno a quien ha olvidado su eternidad, los mensajeros del Altísimo a menudo encuentran el rechazo de aquellos por quienes se inmolan en el altar del sacrificio, recorriendo el camino de Su Hijo.
Por esta razón, el que hoy habla con el Invisible nos exhorta a enamorarnos del Movimiento Creativo que coordina la creación y del Consolador prometido, el Espíritu de la Verdad, que solo puede ser recibido y comprendido por aquel que ha comenzado en el camino de la vida, es decir, solo por aquel que se despojó de sí mismo para convertirse en hombre nuevo y así cruzar la puerta del Templo.
Por lo tanto, solo si nos volvemos iniciados y nos comportamos como tales, seremos capaces de soportar el peso de las dudas y la vergüenza de las traiciones en las que participa el que, en cambio, desea ver en el hermano la debilidad que posee que llevará al rechazo de sí mismo y a la imposibilidad de manifestar en esta existencia su naturaleza eterna y divina.