FLORECER, PARA HACER FLORECER

05.12.2025

Por Michela Raddi 

Sentir que el alma rebosa de amor.
Rebosar tanto amor que llegue a quienes nos rodean, tan llenos de una belleza repentina que se convierten en testigos de ella.
La vida está hecha para explotar, para llegar lejos; si se ve confinada dentro de sus estrechos límites, no puede florecer.
Si la conservamos solo para nosotros mismos, la sofocamos.
La vida es radiante desde el momento en que comenzamos a donarla.
Medito sobre las palabras del Beato Clemente:
«La vida está hecha para explotar».
No para destruir, sino para transformar.
Estar tan llenos de Amor, tan llenos que ya no podemos contener un sentimiento absoluto, significa llegar al punto en el que el Amor mismo pide salir, manifestarse, derramarse.
Sentir dentro la llama vital del ardor divino: sentirla latir a través de la carne y los huesos, correr por las venas, animar cada célula del cuerpo.
Cuando la vida explota en nosotros, nace la comunión.
En ese momento deja de pertenecernos y se convierte en un florecimiento universal.
Todo se transfigura: la mirada con la que vemos el mundo, la percepción de los demás, lo que sucede a nuestro alrededor.
A veces, al sentir que aspiramos al Amor mismo, parece que la Vida, al respirar a través de nosotros, nos recrea.
Florecer, como espíritus que experimentan en este mundo, es lo que nos acerca más a nuestra esencia divina.
Florecer significa crecer en plenitud, alcanzar el máximo esplendor, la forma más auténtica de uno mismo.
Florecer para hacer florecer, a nuestra vez.
Cuando una semilla brota y se convierte en árbol, flor o fruto, da vida al lugar donde se encuentra y a lo que la rodea.
Lo mismo ocurre con nosotros: al llevarnos a nosotros mismos a nuestro florecimiento, podemos convertirnos en testigos vivos de la plenitud.
Hacer madurar esa savia vital que da vida a cada célula, a cada átomo.
Esa savia que no es otra cosa que Dios mismo.
A cada uno de nosotros, al nacer en la tierra, se nos ha entregado uno o más talentos:
pequeñas semillas del jardín divino..
Tener un talento no es solo un privilegio humano, sino una verdadera y profunda vocación.
Es Dios quien dice:
«Esto es lo que he puesto en ti. Multiplícalo».
Y deja que brille también para los demás».
Es nuestra responsabilidad hacer florecer esa pequeña semilla:
un «Sí» pronunciado en el momento en que abrimos las manos para recibirla.
No importa cuál sea la semilla: lo que importa es lo que hagamos con ella.
Si sabemos reconocer el terreno fértil, ofrecer cuidados, luz, tiempo.
Y los frutos que nazcan no serán solo nuestros.
Un talento requiere confianza, valentía y perseverancia.
Sofocarlo por miedo o inseguridad es como enterrarlo en la tierra, tal y como ocurre en la parábola de Jesús.
Sea cual sea el talento —el canto, la inteligencia, la creatividad, la construcción, la empatía, la justicia, incluso cocinar o tocar un instrumento—, cada don encierra un potencial de vida, de conexión, de belleza.
No solo sirve para «producir», sino también para servir: es un acto de amor dirigido a la propia Existencia.
Descubrir nuestros talentos es un deber del alma, un acto de participación en la creación.
Es un florecimiento tanto humano como espiritual.
Lo que se nos ha confiado debe ponerse en circulación: crezca poco o mucho, lo que importa es su luz.
Ocultarlo nos lleva a perderlo y a renegar de la confianza del Cielo.
No es lo que hemos hecho, sino lo que hemos hecho florecer.
Confiemos en nosotros mismos, en nuestras pequeñas y grandes capacidades.
En esa semilla se esconde nuestra esencia más verdadera.
Y algún día podremos ofrecer al Cielo manos llenas de los frutos que habremos cultivado, como acto de gratitud, reconocimiento y realización.

Michela Raddi
3 de diciembre de 2025