
LA LUZ QUE NACE CUANDO NOS AMAMOS
Por Matilda Mulla

El amor, cada uno de nosotros puede guardarlo dentro de sí mismo en abundancia. Podemos orar en silencio por el otro, nombrarlo ante Dios sin voz, llevarlo en el corazón incluso cuando no lo vemos. Esto es algo hermoso y valioso.
Pero el amor que Cristo nos ha enseñado no está llamado a permanecer encerrado dentro de nosotros. Está llamado a salir, a hablar, a tocar, a unir.
Hay momentos en el camino espiritual donde la oración silenciosa ya no es suficiente. Cuando el alma busca una salida. Busca rostros, ojos, la presencia del otro. Procura estar presente cuando el hermano está alegre, preocupado, cansado, lleno de esperanza. Porque, a pesar de las distancias y diferencias, caminamos en las mismas aguas y afrontamos las mismas profundidades.
Algunos malentendidos entre nosotros, no nacen de la falta de amor, sino de la distancia que, a menudo sin darnos cuenta, creamos nosotros mismos. Cada uno tiene su propio carácter, su propia forma de expresarse, de pensar, de sentir. Cuando falta el verdadero contacto, cuando falta la palabra abierta, el silencio comienza a llenarse de suposiciones.
Y allí surgen pensamientos que pesan:
"No me entiendes",
"No conoces mis dificultades",
"No estás en mi lugar",
"Me estás juzgando".
Pero estos no son frutos del Espíritu.
Son esas pequeñas grandes pruebas que surgen de nuestras debilidades.
El Espíritu de Cristo no construye muros, sino puentes. No se alimenta de silencios que dividen, sino de palabras que curan. Por eso, el camino de la unión es siempre el mismo y al mismo tiempo difícil: hablar con sinceridad, con humildad, sin miedo. Permitir que el otro nos conozca tal y como somos, no como aparentamos.
Ninguna herida se cura cubriéndola. Ninguna dificultad se supera callando. Solo la palabra dicha con amor disuelve el malentendido y transforma la crítica en consejo, el juicio en cura, la distancia en cercanía.
El camino espiritual nos invita continuamente a una reflexión interior:
¿Por qué está pasando esto?
¿Qué puedo hacer yo?
¿Qué nos aconseja Dios de cambiar en nosotros mismos?
¿Cómo puedo ser más útil al otro?
¿Por qué mi corazón duele en ciertos momentos?
¿Conozco realmente a mis hermanos, o solo una idea sobre ellos?
¿He encontrado tiempo de conocerlos con el corazón, no solo con la mente?
¿He puesto el servicio a Cristo y el amor fraterno por encima de mi orgullo?
A menudo pensamos que los problemas son personales.
Pero en realidad, en una fraternidad, nada es solo personal.
El dolor de uno toca a todos.
La alegría de uno enriquece a todos.
Estamos más unidos de lo que pensamos.
No podemos resolver las dificultades de los demás. No somos salvadores.
Pero podemos ser PRESENCIA. Podemos ser hombro, palabra, silencio compartido, oración común. Podemos recordarle al otro que no está solo, que pase lo que pase, alguien camina a su lado.
No podemos servir a Cristo estando cerrados los unos a los otros.
No podemos hablar de su amor si no nos atrevemos a vivir el amor entre nosotros.
El silencio prolongado no es paz, es una herida que se profundiza.
Dejemos que el corazón sienta dolor. No es el final.
El dolor compartido se convierte en camino de curación.
Porque todo lo que se comparte con amor encuentra luz.
La solución, simple y difícil al mismo tiempo, nos ha sido dada por el mismo Cristo:
AMARNOS LOS UNOS A LOS OTROS. PERMANECER UNIDOS.
No solo con buenos pensamientos, sino con obras concretas.
No solo con palabras bonitas, sino con una presencia auténtica.
El silencio mata el alma de quien lo lleva dentro.
El verdadero amor habla, camina y resiste.
Unidos, no de vez en cuando, sino SIEMPRE.
Unidos, no cuando es fácil, sino sobre todo cuando es difícil.
Porque solo una fraternidad unida puede soportar un peso mayor.
Y solo donde hay unión, el cielo abre puertas más grandes.
Con amor
Matilda Mulla
14 de diciembre de 2025
