LA UNIÓN ETERNA

29.11.2025

Por Matilde Mulla

La palabra «familia»: cuando la pronunciamos, un soplo antiguo atraviesa el corazón.
Inmediatamente pensamos en la madre, el padre, los hermanos, las hermanas, los hijos...
Rostros que nos son familiares, presencias con las que compartimos el hogar, la sangre, el nombre, el aliento cotidiano de la existencia.

Pero, ¿puede esta palabra sagrada ser confinada dentro de un círculo tan pequeño?
¿Puede su luz verse limitada por los espacios de una sola morada terrenal?
La Madre es el comienzo de todo camino, la raíz oculta de toda vida.
Mirarla es como vislumbrar un pedazo de cielo abierto (Rumi), una brecha por la que se filtra la luz del Absoluto.

Cuando la madre ruega, los mundos se abren: los portales celestiales se abren de par en par como si reconocieran, en su susurro, el lenguaje original de la Creación.
Amo esta verdad, porque me recuerda que la TIERRA, este planeta vivo y palpitante, no es un simple cuerpo celeste que flota silenciosamente en el espacio.
La Tierra tiene un Alma.

Y ese Alma es la Santa Madre, el aliento divino que sostiene cada latido, cada nacimiento, cada sueño.
¿Quién, si no Ella, puede comprender hasta el fondo el misterio de las lágrimas de una madre, de sus suspiros, de sus vigilias silenciosas, de sus plegarias que arden como estrellas?
La Madre Primordial, de la que brota toda vida, es al mismo tiempo hija, hermana y antepasado.
Es el corazón secreto de cada familia.

Y nosotros, tejidos con su mismo hilo luminoso, formamos parte de su gran trama.
Si pudiéramos ver con los ojos del espíritu, nos daríamos cuenta de que detrás de las generaciones, más allá del velo del tiempo, existe un antiguo vínculo:
una chispa que muestra que todos nosotros, en un pasado remoto, estábamos unidos, éramos íntimos, hermanos bajo la misma luz.

Pero al crecer en número, hemos creado distancias, fronteras, separaciones.
Sin embargo, si aprendemos a mirar con los ojos del amor y la gratitud, con una mirada que trasciende las formas y reconoce la esencia, descubriremos que seguimos siendo una sola familia cósmica.
Una sola vibración entrelazada en el Océano de lo Vivo.

Solo si unimos nuestros corazones renacerá en nosotros esa pequeña lámpara de luz, una luz que, encendida junto a las demás, se convertiría en una corona luminosa alrededor de la Tierra, un círculo radiante capaz de hacer sonreír incluso a los ángeles.
El amor de una madre es el lenguaje eterno, la primera plegaria, la nota que todas las almas reconocen, incluso aquellas que viven en mundos lejanos.

Por eso miramos a los más pequeños con los ojos de la Madre: ojos que son pozos de compasión, de ternura insondable, de fuerza silenciosa.
Amamos a cada criatura como lo hace una madre que lo da todo, incluso cuando no se la ve, incluso cuando se queda sola con su corazón encendido como un altar.
Así como la Santa Madre, que ofreció a su único Hijo para que el mundo pudiera renacer a la Vida eterna.
Convirtámonos entonces en la corona mística de la Tierra, la cúpula vibrante de luz que eleva al Cielo los dulces cantos del amor, de la bondad, de la dulzura incondicional de sus habitantes.

Dejemos que nuestra Tierra brille como un templo vivo, listo para acoger a la Gran Familia Universal, portadora de dones de sabiduría estelar, conocimiento antiguo, valores crísticos sublimes y memorias celestiales.
Una familia que llega no para separarnos, sino para unirnos en la verdad.
No para juzgar, sino para sanar.
No para cambiar lo que somos, sino para despertar lo que siempre hemos sido.
Y cuando este encuentro tenga lugar, nuestra luz y la suya se entrelazarán como dos llamas gemelas... coronando finalmente la Unión Eterna.

Matilda Mulla
22 de noviembre de 2025

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